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LOS FANTASMAS DE LA REALIDAD (Intruders)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]


Un fantasma bajo la cama. Pánico infantil que siempre termina con una mirada cabeza abajo. Presentimientos de peligro cuando son solo oscuridades heridas por sombras aún más negras. Luchas bajo las sábanas para darse cuenta de que el silencio es aterrador. Reflejos de una realidad que los adultos fabricamos con frustraciones, fracasos, huidas y mentiras. El miedo es la realidad. El resto es sólo sueño.



Y es que los fantasmas existen. Sobre todo cuando, por la mañana, no sabemos decir la verdad. Así sólo conseguimos que la imaginación sea el enemigo a batir porque ella sola también sabe construir la ensoñación, la perfección, el horror y el reflejo distorsionado de un realidad fea e ingrata. Los niños se hacen mayores. Y los sueños puede que crezcan para no irse jamás de la rutina.

Ingmar Bergman decía que el título de su película La hora del lobo venía a cuento porque ese es el instante exacto de la noche en el que la mente divaga en la misma frontera que hay entre el sueño y la vida. Y es difícil discernir qué es qué. Cuántas veces, mientras hemos dormido, también hemos creído que aquello que nos hundía en la tristeza y en el pavor estaba pasando realmente. Cuántas veces hemos exhalado un suspiro de alivio al abrir los ojos y comprobar que nada existía, que aquello había sido una mala pasada de nuestro subconsciente, ese secretario traidor que parece que se empeña en anotar con sangre todo lo que impresiona y deja huella y que va desde lo más nimio hasta el mayor de los traumas.

Juan Carlos Fresnadillo no duda en robar varios elementos a películas como El exorcista o Candyman para crear un universo propio que no parece demasiado colocado si se analiza con alguna frialdad. Es indudable que tiene aciertos en algunos de sus planteamientos y que bucea con sabiduría en el miedo al anonimato, en el polvo que nunca probó el amor, en los secretos bien guardados para no revivir viejos temores pero también yerra profundamente cuando se adentra por caminos religiosos que, debido al cierre final de la historia, acaban por no tener ninguna lógica. En algunos momentos, parece como si no se creyera demasiado lo que está contando y se desvía por el fácil camino de la levedad y de la nadería. Aún así, el guión está punteado con algunas notas de inteligencia que delatan su buena intención y su interés porque el empeño salga más que aceptable aunque sólo lo consiga a medias.

El amor de un padre (o de una madre) suele ser de tal grandeza que, al hacerlo realidad, se cae demasiadas veces en errores de sobreprotección, en intentos de parar un tiempo que sigue su marcha con el compás de un segundero sin piedad. El cariño es capaz de transformarse en terror, en el despertar de temores que seguirán dormidos mientras la memoria no nos haga acudir a ellos. Para ello basta con valorar lo que se posee, fomentar la fantasía que siempre será una puerta abierta al escape pero que no tiene que dejar entrar las inquietudes, acariciar en el momento justo, dar calor en la noche adecuada. Somos adultos y, aunque no nos queramos dar cuenta, nos acompañan los mismos temores que nos hicieron mirar debajo de nuestras camas.

Los fantasmas de la realidad son los que hay que controlar. Los que aparecen al cerrar los ojos son personajes de una película que es pura mentira por mucho que parezcan reflejos del día. Quizá haciendo frente a nuestros auténticos temores podremos lograr que los espectros ardan, que las sombras sean acogedoras, que los miedos se vuelvan sonrisas, que el descanso acompañe nuestras noches, que nuestros hijos aprecien todo nuestro amor y que las lágrimas sólo sean los postreros acentos de una emoción que nunca tiene que faltar en la infancia vivida.

César Bardés

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