CONCILIÁBULO DE MISERABLES (Un dios salvaje)

César Bardés [colaborador]
Una reyerta en un parque entre niños en edad preadolescente y, cómo no, todo va a desembocar en una masacre moral entre adultos. Es lo lógico. El veneno de lo políticamente correcto y de las apariencias guardadas conduce a la represión de los verdaderos sentimientos que luchan por salir sin control, a la rabia contenida con la sonrisa como escudo y el cinismo como espada. La cortesía es la excusa para prolongar la matanza. Y de una situación así sólo puede brotar la basura moral más apestosa del ser humano.
Y todo empieza por una sola palabra que denota, taimadamente, la posición de cada una de las partes enfrentadas. Por un lado, un matrimonio que parece la pareja perfecta, que está extrañamente cómodo en situaciones incómodas, que se deshace en frases huecas y carentes de un sentido adecuado para la gravedad de un asunto que debería abordarse desde la tranquilidad y el realismo. Por otro, una pareja que vive separada por la dependencia al móvil, que vive instalada en una guerra de nervios y que aprovecha el menor resquicio para dar rienda suelta a su lado más oscuro. El dios salvaje no tarda en realizar su aparición.
Y así salen a la luz las miserias de cada uno de los matrimonios, las posiciones reales que guardan en relación con la conducta censurable de sus hijos, las razones de la sinrazón en un intento desesperado de descargar responsabilidades, la tensión acumulada en el estómago que conduce a una andanada de inmundicia. Entre la comedia absurda y el realismo descarnado, los personajes se van devorando entre ellos y los bandos se van confundiendo. Los hombres contra las mujeres. El descuido despreocupado de ellos contra el retorcimiento tortuoso y torturante de ellas. La frustración de no alcanzar los sueños y de estar cómodamente sentados en la mediocridad mientras el amplio apartamento en el que se citan parece estrecharse a cada minuto. El insulto y la verdad. Conceptos que se funden el uno con otro hasta mirarse en el espejo y darse cuenta de que, más allá de la piel que nos recubre, somos iguales. El agresor y el agredido, con la misma fuerza de atacante y víctima que consigue que los papeles se intercambien. Lo políticamente correcto enfangado por la verdadera naturaleza humana que no es más que un pozo de rencor permanentemente ahogado.
Roman Polanski maneja con maestría los diálogos escritos de forma brillante por Yasmina Reza y consigue que ese espacio cerrado en el que se reúne el conciliábulo de miserables que pugna por un premio que no existe sea un campo de batalla donde las convicciones son espejismos y solo se expone la bajeza moral de los contendientes. La razón se diluye y, como en todo conflicto bélico, no hay buenos contra malos. Solo maldad. Solo exclusión y rechazo. Entre las mismas filas y entre oponentes. Para ello, Polanski reúne a un excepcional elenco que realiza un trabajo memorable con Jodie Foster, John C. Reilly, Kate Winslet y, en especial, un acertadísimo Christoph Waltz, pura insidia a cada palabra que hiere con la fuerza de un palo afilado estrellado en toda la boca. Y no se puede evitar la sensación de estar ahí en medio, transformado en blanco de un fuego cruzado porque, en una situación análoga, no dejaremos de sonreír, de hacer gala de una exquisita cortesía, de dar una imagen idílica de una vida que no se posee y que no nos hace más que prisioneros pero, en nuestro interior, hervirá la sangre, nos fijaremos en los vocablos más estúpidos para barrer hacia nuestra ira, para darle satisfacción, para ser adoradores de un dios salvaje que no observa reglas, ni comprensiones y sólo nos deja ser parte de un maldito conciliábulo de miserables en el que todos fingen y ninguno dice la verdad.
César Bardés
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