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Al salir del cine: LOS OSCUROS RINCONES DEL RECUERDO (La maldición de Rookford)

César Bardés [colaborador].-

Detective de penumbras y falacias, buscadora incansable de verdades decepcionantes, escrutadora del vacío que intenta encontrar respuestas y que desempeña un trabajo que ostenta la terrible contradicción de frustración cada vez que corona un éxito. Ella es la mujer liberada de principios del siglo XX, con estudios y con inteligencia para aplicarlos. Pero no cree porque no ve. No cree porque no recuerda.

Rodeada de tecnología compuesta de cobre e imanes, trata de descubrir la verdad que siga manteniéndola en un permanente estado de frustración y pena. Caprichosa de comportamientos, elevada de espíritu y con un punto de arrogancia, la protagonista de esta historia intenta moverse entre los despreciables estados de la razón y del desengaño. Con ella, a veces, también se van un puñado de sueños y alguna que otra ilusión descreída. Su futuro es silencioso y su convicción es de cristal.

Rebecca Hall, muy desaprovechada en muchas de sus intervenciones cinematográficas, se convierte en el centro y atractivo principal de una película que no juega a ser terror pero que tampoco se mueve en los límites del suspense. Parece como si el director, Nick Murphy, quisiera confinar los rincones de la mirada al reducido espacio de un purgatorio para las buenas historias que destacan por no acudir a recursos demasiado fáciles, ni tampoco a fórmulas reconocidas en ocasiones a millares. Y el resultado es un cuento de horror con algunas anotaciones de inteligencia, puntuales momentos de interés inquietante y, por supuesto, errores de caligrafía que se perdonan con facilidad. Tanto como nuestras propias faltas.



Y es que aunque los fantasmas sean la motivación principal, los ojos tienen que dirigirse a través de esas presencias para llegar al viaje interior que destapa lo que la mente olvidó como mecanismo de defensa. Unos se hieren a sí mismos para recordarse que la vida es una condena muy difícil de cumplir. Otros juegan al equívoco para que la esperanza sea un estado de ánimo. Algunos, los menos, ya se hallan en un irrecuperable camino al infierno salpicado de ingenuas perversiones, violencias reprochables y extravíos de los deberes y responsabilidades propios de una profesión tan imposible como insustituible como es la de maestro. Todos, a poco que podamos echar una ojeada a nuestro alrededor, tenemos nuestros propios fantasmas. Obsesiones que nos rondan cuando la oscuridad se adueña de la visión y la realidad parece confundirse peligrosamente con la sugestión y la penitencia.

Acompañando a la actriz principal, es de apreciar el trabajo de Imelda Staunton, fácil de recursos y versátil en sus sensaciones; y de Dominic West, irremediablemente atractivo en su dureza, apasionadamente culpable en su intimidad. El conjunto está lejos del terror gótico y se concentra en el pánico interior, en lo que ni siquiera nos atrevemos a mirar, en aquello que es inconfesable hasta para nosotros mismos. Quizás esa es la peor clase de terror que se puede describir porque es cotidiano, lo llevamos encima, es crónico y es parte de nuestra piel y de nuestro pensamiento. Solo que está agazapado, escondido y siempre, siempre, muy presente.

Así pues, es hora de mirar hacia adentro, de navegar por mares de tiza gastada en pizarras que muestran los fantasmas de cuentas y oraciones pasadas, de suponer que todo es inútil y, a la vez, de esperar que todo es un deseado punto y seguido. Las maderas crujen porque los pupitres se quejan, los cristales reflejan espectros que están de paso, la soledad es la pieza clave del entramado, los metales giran en busca de las presencias y nosotros, culpables e indefensos, buscamos lo que siempre hemos buscado. La compañía de quien más queremos porque si no, solo encontramos la aburrida eternidad.

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