Anticuentos de Navidad. 4.- El almacén más grande jamás construido [Memento Mori]
José Antonio Sanduvete [colaborador].-
José Manuel comenzó a caminar entre productos de cocina, artículos deportivos, ropa, herramientas de jardín, repuestos de vehículos, jabones y cremas, paquetes de galletas, instrumentos musicales. Buscaba la sección de juguetes, y lo hacía en el peor momento: Nochebuena a las siete de la tarde. Luisito había visto la noche antes en los anuncios de la tele un muñeco vestido de militar y quemándolo todo a su paso y una lucecita se había encendido en su mente: “Quiero el Astromán Lanzallamas”. Inútiles habían sido los intentos de razonar, las buenas palabras de su madre, los reniegos de José Manuel. “Quiero el Astromán Lanzallamas”. Los llantos, pataleos y refunfuños amenazaron con sacudir los cimientos de la casa hasta que Luisito consiguió la promesa de que el día de Navidad tendría a los pies de su cama, al amanecer, el muñeco en cuestión. Y allí estaba José Manuel, buscando como un estúpido el puto Astromán Lanzallamas de los cojones. Últimamente, consideró, se arrepentía con más frecuencia de lo normal de haber tenido hijos. Ya era tarde, no obstante, para cambiar eso.
La sección de juguetes se le resistía. Había dejado atrás las cubiertas de bicicleta y caminaba entre patas de jamón cuando le pareció ver que un empleado de Megamarkt desaparecía tras una esquina. Aceleró el paso y lo buscó con la mirada, pero el empleado había desaparecido en la sección de productos de limpieza. Continuó su búsqueda. Se hacía tarde y no era cuestión de perder el tiempo.
Después de media hora de paseos infructuosos comenzó a inquietarse. ¿Y los empleados? Buscó la zona de cajas, y se dio cuenta de que no recordaba el camino de vuelta. ¿Había atravesado ya el pasillo de artículos de cuero? Sí, varias veces. ¿Y el de perfumes? Al menos en tres ocasiones. Trató de preguntar a algún otro cliente por el camino de salida, pero todos le respondían con evasivas y vagas indicaciones que no llevaban a ninguna parte.
En un momento dado tropezó con un señor mayor que peleaba con una joven por un delantal de cocina. Ambos lo tenían agarrado y juraban haberlo visto primero. Gritaban y gesticulaban en una escena realmente desagradable. En un momento dado, el viejo tomó un mazo de uno de los estantes y golpeó con él a la chica en la cabeza. La chica calló al suelo, inconsciente, y el viejo salió huyendo con su delantal. José Manuel se acercó. De la sien derecha de la chica brotaba un hilo de sangre. Entonces José Manuel comenzó a correr buscando ayuda. Todos le observaban, todos parecían oírle, pero nadie movía un dedo. ¿Y la seguridad? Corrió sin detenerse. En algún lugar tenía que acabarse esa demencial exposición de productos. Bañadores, disfraces, aceitunas, mueblería, plantas de jardín. Una hora después decidió volver a casa. Que les dieran al viejo asesino, a Luisito y a Astromán, a la chica inconsciente que, de todas formas, no sabría volver a localizar en el mar de pasillos. Se paró a descansar en un conjunto de sillas de terraza. Junto a él estaba sentado un viejo decrépito que, inmóvil, parecía mirar una barbacoa. Por la palidez de su piel y un cierto mal olor que desprendía José Manuel comprendió que estaba muerto. Quizá le hubiera dado un infarto mientras elegía el tipo de abono que ponerle a sus geranios. Quizá, simplemente, tenía que morir. En apariencia llevaba allí varios días.
José Manuel se alejó a toda velocidad, buscó la salida, tropezó con tiendas de campaña, bicicletas estáticas, puestos de naranja y aceites lubricantes. No vio nada parecido a la sección de juguetes, desde luego. Finalmente encontró una hilera de personas que hacían cola y que parecía perderse en el infinito. Intentó adelantarse, recibió una reprimenda y decidió esperar su turno. Tres horas después, no se había movido ni un palmo.
- ¿Qué pasa? – le preguntó a la señora de delante, sin recibir respuesta. Decidió insistir. - ¿Es que esto no avanza? ¡Que nos quedamos sin Nochebuena!
- ¿Nochebuena? – la señora le miró como quien observa a un paciente de manicomio. – Yo llevo aquí desde el puente de la Constitución y no me quejo.
En ese momento José Manuel se arrodilló en el suelo y comenzó a llorar como un bebé. ¿Adónde llevaría la cola? Ni siquera se atisbaban las cajas y la salida parecía una utopía. Quizá si tomara un paquete de salchichas y las asara en la sección de barbacoas sobreviviría hasta el día siguiente…
José
Manuel entró en el Megamarkt a empujones en el interior de una colosal
marea de gente, atravesó el vestíbulo y tras franquear una barrera
electrónica se sumergió de lleno en una marabunta de expositores.
“Megamarkt, los mayores Grandes Almacenes del mundo”. Una infinidad de
carteles anunciadores, precios ridículos, diseños y colores se abrió
ante sus ojos. “Venga esta Navidad, lo tenemos todo”.
José Manuel comenzó a caminar entre productos de cocina, artículos deportivos, ropa, herramientas de jardín, repuestos de vehículos, jabones y cremas, paquetes de galletas, instrumentos musicales. Buscaba la sección de juguetes, y lo hacía en el peor momento: Nochebuena a las siete de la tarde. Luisito había visto la noche antes en los anuncios de la tele un muñeco vestido de militar y quemándolo todo a su paso y una lucecita se había encendido en su mente: “Quiero el Astromán Lanzallamas”. Inútiles habían sido los intentos de razonar, las buenas palabras de su madre, los reniegos de José Manuel. “Quiero el Astromán Lanzallamas”. Los llantos, pataleos y refunfuños amenazaron con sacudir los cimientos de la casa hasta que Luisito consiguió la promesa de que el día de Navidad tendría a los pies de su cama, al amanecer, el muñeco en cuestión. Y allí estaba José Manuel, buscando como un estúpido el puto Astromán Lanzallamas de los cojones. Últimamente, consideró, se arrepentía con más frecuencia de lo normal de haber tenido hijos. Ya era tarde, no obstante, para cambiar eso.
La sección de juguetes se le resistía. Había dejado atrás las cubiertas de bicicleta y caminaba entre patas de jamón cuando le pareció ver que un empleado de Megamarkt desaparecía tras una esquina. Aceleró el paso y lo buscó con la mirada, pero el empleado había desaparecido en la sección de productos de limpieza. Continuó su búsqueda. Se hacía tarde y no era cuestión de perder el tiempo.
Después de media hora de paseos infructuosos comenzó a inquietarse. ¿Y los empleados? Buscó la zona de cajas, y se dio cuenta de que no recordaba el camino de vuelta. ¿Había atravesado ya el pasillo de artículos de cuero? Sí, varias veces. ¿Y el de perfumes? Al menos en tres ocasiones. Trató de preguntar a algún otro cliente por el camino de salida, pero todos le respondían con evasivas y vagas indicaciones que no llevaban a ninguna parte.
En un momento dado tropezó con un señor mayor que peleaba con una joven por un delantal de cocina. Ambos lo tenían agarrado y juraban haberlo visto primero. Gritaban y gesticulaban en una escena realmente desagradable. En un momento dado, el viejo tomó un mazo de uno de los estantes y golpeó con él a la chica en la cabeza. La chica calló al suelo, inconsciente, y el viejo salió huyendo con su delantal. José Manuel se acercó. De la sien derecha de la chica brotaba un hilo de sangre. Entonces José Manuel comenzó a correr buscando ayuda. Todos le observaban, todos parecían oírle, pero nadie movía un dedo. ¿Y la seguridad? Corrió sin detenerse. En algún lugar tenía que acabarse esa demencial exposición de productos. Bañadores, disfraces, aceitunas, mueblería, plantas de jardín. Una hora después decidió volver a casa. Que les dieran al viejo asesino, a Luisito y a Astromán, a la chica inconsciente que, de todas formas, no sabría volver a localizar en el mar de pasillos. Se paró a descansar en un conjunto de sillas de terraza. Junto a él estaba sentado un viejo decrépito que, inmóvil, parecía mirar una barbacoa. Por la palidez de su piel y un cierto mal olor que desprendía José Manuel comprendió que estaba muerto. Quizá le hubiera dado un infarto mientras elegía el tipo de abono que ponerle a sus geranios. Quizá, simplemente, tenía que morir. En apariencia llevaba allí varios días.
José Manuel se alejó a toda velocidad, buscó la salida, tropezó con tiendas de campaña, bicicletas estáticas, puestos de naranja y aceites lubricantes. No vio nada parecido a la sección de juguetes, desde luego. Finalmente encontró una hilera de personas que hacían cola y que parecía perderse en el infinito. Intentó adelantarse, recibió una reprimenda y decidió esperar su turno. Tres horas después, no se había movido ni un palmo.
- ¿Qué pasa? – le preguntó a la señora de delante, sin recibir respuesta. Decidió insistir. - ¿Es que esto no avanza? ¡Que nos quedamos sin Nochebuena!
- ¿Nochebuena? – la señora le miró como quien observa a un paciente de manicomio. – Yo llevo aquí desde el puente de la Constitución y no me quejo.
En ese momento José Manuel se arrodilló en el suelo y comenzó a llorar como un bebé. ¿Adónde llevaría la cola? Ni siquera se atisbaban las cajas y la salida parecía una utopía. Quizá si tomara un paquete de salchichas y las asara en la sección de barbacoas sobreviviría hasta el día siguiente…
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