Al salir del cine: ADOLESCENCIA EN VENA (La huésped)
César Bardés [colaborador].-
Confieso que fui esperanzado a ver esta película más que nada porque tras las cámaras se hallaba el nombre de Andrew Niccol, el tipo que dirigió las excelentes Gattaca y Simone, películas que hablaban de forma brillante sobre la automatización de los destinos y del control exhaustivo de los sueños en una sociedad demasiado avanzada, demasiado perfecta y demasiado impersonal. Vieja lección es aquella de que hasta los mejores hombres se dejan corromper y, en este caso, no podía ser menos.
Es cierto que también tenía ciertas reticencias porque el asunto estaba basado en una novela de Stephenie Meyer, autora de la archimillonaria saga de Crepúsculo pero podía ser que el tipo en cuestión hubiera adaptado con personalidad una historia ajena y, tal vez, la sorpresa podría haber dado lugar a una cinta, cuando menos, interesante. No ha sido así. Más que nada porque ya empieza a cansar el tan manido tópico de realizar películas para el público adolescente apelando a psicologías propias de la pubertad tales como la seguridad de que cada uno de ellos son únicos, como que están llamados a hacer cosas importantes por muy pequeños que se sientan, como que su carácter es el más tesonudo que existe y como que son capaces de aguantar carros y carretas con tal de demostrar que pueden amar como el más apasionado de los adultos. Y eso es exactamente lo que nos da La huésped.
Bien es verdad que hay valores salvables como la interpretación meritoria de Saoirse Ronan intentando dar salida a quien es y a ese otro yo cuya voz tanto resuena en las mentes adolescentes y, desde luego, la serenidad que impone William Hurt, con miradas de sabiduría que hacen de su personaje una mezcolanza de aventurero, genio y loco. Por otro lado, es destacable la excelente banda sonora de Antonio Pinto que se convierte en uno de los puntales de la historia que tiene aciertos y también errores evidentes y que resulta una especie de continuación de aquella genialidad que se llamó La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, bastante más inspirada que ésta.
El estancamiento de la trama encerrando a los personajes en una cueva que es el paraíso terrenal ante las invasiones extraterrestres resulta sintomático porque intenta, sin éxito, trazar una serie de relaciones personales que resultan tópicas y desaprovecha algunos resquicios. Lo que podría haber sido una historia de ciencia-ficción con toques de terror y humor se transforma peligrosamente en una descripción de la Tierra tomada por los alienígenas con un irritante poso de asepsia, de aseo absoluto, de blanco virginal solo manchado por los brillos deslumbrantes de un plateado hortera de discutible estética. En el otro lado de la moneda, preocupan más los amoríos entre ninfas y efebos, el presentimiento de que el mundo adulto no es tan estupendo como esa etapa de confusión y granos y la aventura y el suspense se quedan enterrados, secuestrados por almas benditas que juegan a la guerra y a la trascendencia fingida sin más futuro que, a la postre, resulta plagado de esperanza.
Detrás, por supuesto, se halla la parábola de la dominación de una oligarquía de dirigentes que pretenden que nos movamos y sintamos como autómatas, preparados para una misión que debemos llevar a cabo sin preguntarnos por qués ni cómos. El llamamiento a la rebelión, algo que enciende pasiones juveniles, está claro y además con la moraleja del entendimiento como arma. Solo se puede amar al ser humano si se convive con él y se descubre lo maravilloso que puede llegar a ser. Si no, no es más que depredador sin conciencia, un torpe inútil que intenta desentrañar los misterios del alma por la fuerza, un calamitoso ente que tropieza en la compasión y, sin embargo, mata por placer. No hay que dejarse dominar, adultos del futuro, por esta apatía y por el conformismo disfrazado de sinceridad. Hay que sacar esa fiera que lucha por salir y dejar bien claro que podremos cometer errores pero que nunca se nos podrá dominar por completo. Y solo entonces podremos ser felices con inigualables puestas de sol en el horizonte.
Confieso que fui esperanzado a ver esta película más que nada porque tras las cámaras se hallaba el nombre de Andrew Niccol, el tipo que dirigió las excelentes Gattaca y Simone, películas que hablaban de forma brillante sobre la automatización de los destinos y del control exhaustivo de los sueños en una sociedad demasiado avanzada, demasiado perfecta y demasiado impersonal. Vieja lección es aquella de que hasta los mejores hombres se dejan corromper y, en este caso, no podía ser menos.
Es cierto que también tenía ciertas reticencias porque el asunto estaba basado en una novela de Stephenie Meyer, autora de la archimillonaria saga de Crepúsculo pero podía ser que el tipo en cuestión hubiera adaptado con personalidad una historia ajena y, tal vez, la sorpresa podría haber dado lugar a una cinta, cuando menos, interesante. No ha sido así. Más que nada porque ya empieza a cansar el tan manido tópico de realizar películas para el público adolescente apelando a psicologías propias de la pubertad tales como la seguridad de que cada uno de ellos son únicos, como que están llamados a hacer cosas importantes por muy pequeños que se sientan, como que su carácter es el más tesonudo que existe y como que son capaces de aguantar carros y carretas con tal de demostrar que pueden amar como el más apasionado de los adultos. Y eso es exactamente lo que nos da La huésped.
Bien es verdad que hay valores salvables como la interpretación meritoria de Saoirse Ronan intentando dar salida a quien es y a ese otro yo cuya voz tanto resuena en las mentes adolescentes y, desde luego, la serenidad que impone William Hurt, con miradas de sabiduría que hacen de su personaje una mezcolanza de aventurero, genio y loco. Por otro lado, es destacable la excelente banda sonora de Antonio Pinto que se convierte en uno de los puntales de la historia que tiene aciertos y también errores evidentes y que resulta una especie de continuación de aquella genialidad que se llamó La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, bastante más inspirada que ésta.
El estancamiento de la trama encerrando a los personajes en una cueva que es el paraíso terrenal ante las invasiones extraterrestres resulta sintomático porque intenta, sin éxito, trazar una serie de relaciones personales que resultan tópicas y desaprovecha algunos resquicios. Lo que podría haber sido una historia de ciencia-ficción con toques de terror y humor se transforma peligrosamente en una descripción de la Tierra tomada por los alienígenas con un irritante poso de asepsia, de aseo absoluto, de blanco virginal solo manchado por los brillos deslumbrantes de un plateado hortera de discutible estética. En el otro lado de la moneda, preocupan más los amoríos entre ninfas y efebos, el presentimiento de que el mundo adulto no es tan estupendo como esa etapa de confusión y granos y la aventura y el suspense se quedan enterrados, secuestrados por almas benditas que juegan a la guerra y a la trascendencia fingida sin más futuro que, a la postre, resulta plagado de esperanza.
Detrás, por supuesto, se halla la parábola de la dominación de una oligarquía de dirigentes que pretenden que nos movamos y sintamos como autómatas, preparados para una misión que debemos llevar a cabo sin preguntarnos por qués ni cómos. El llamamiento a la rebelión, algo que enciende pasiones juveniles, está claro y además con la moraleja del entendimiento como arma. Solo se puede amar al ser humano si se convive con él y se descubre lo maravilloso que puede llegar a ser. Si no, no es más que depredador sin conciencia, un torpe inútil que intenta desentrañar los misterios del alma por la fuerza, un calamitoso ente que tropieza en la compasión y, sin embargo, mata por placer. No hay que dejarse dominar, adultos del futuro, por esta apatía y por el conformismo disfrazado de sinceridad. Hay que sacar esa fiera que lucha por salir y dejar bien claro que podremos cometer errores pero que nunca se nos podrá dominar por completo. Y solo entonces podremos ser felices con inigualables puestas de sol en el horizonte.
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