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Al salir del cine: COMPENDIO DE SOLEDADES GIRADAS (360. Juego de destinos)

César Bardés [colaborador].-

La vida es esa gran bromista que nos hace dar la vuelta más larga para encontrar el equilibrio. Puede que nuestra existencia esté coja, o que sea una permanente falta de rumbo que ruega por encontrar lo más parecido a un camino. Los errores del pasado juegan un papel muy importante en el destino porque pueden ser nuevos puntos de partida. Alguien nos recuerda a otra persona. Una decisión aparentemente caprichosa y sucia puede suponer una salida por el atajo más corto. Un breve intercambio de palabras nos puede situar en el filo del peligro y de la tentación. Un leve despiste en el trabajo puede echar por la borda toda una historia de amor.

Y es que, a pesar de que la intención es girar la rueda de las vidas cruzadas en busca del amor, en realidad todo es un compendio de soledades volteadas que rozan suavemente otros sentimientos como el abandono, la decepción, la indecisión o la incomunicación. Todo depende del momento en que nos pille esa encrucijada que propone esta historia porque somos animales racionales, seres que intentan interiorizar los problemas cuando habría que sacarlos fuera, compartirlos, debatirlos y serenarlos. Si no lo hacemos así, el resultado será, inevitablemente, la soledad.



Hace muchos años, más de sesenta, un director como Max Ophüls adaptó la novela La ronda, de Arthur Schnitzler y propuso un juego de destinos en forma de tiovivo en el que un narrador omnisciente se empeñaba en hacer que la rueda girase para que la casualidad fuera un elemento más del amor. Porque el amor, al fin y al cabo, era el motor de nuestras vidas, era la obsesión de nuestros corazones y era la perdición de nuestros sentidos. Tanto era así que siempre ofrecía dos caras de cada uno de los personajes que participaban en aquel lúdico juego de elegancia y sabiduría, lleno de deliciosos diálogos que hablaban de la vergüenza, de la timidez, de la desfachatez, de la nada del intelectual pelmazo o de la decepción previsible del burgués adocenado. Aquí, el director Fernando Meirelles quiere proponer de nuevo una adaptación del inmortal clásico de Schnitzler y lo adapta a los nuevos tiempos que corren. Unos tiempos que se han olvidado del romanticismo inherente de cualquier acto de ensoñación y se inclinan a la soledad intrínseca de cualquier persona que, tal vez, ya hizo su apuesta vital y perdió con estrépito. Con ello, Meirelles pierde tanto encanto como frescura en la idea y rodea todo de un halo de pesimismo para encontrar la redención en el desenlace, cúmulo de casualidades que encajan a la realidad en ese mundo globalizado de decepciones y desprecios. También prescinde del narrador porque no admite la intervención exterior en el entramado de relaciones que hace que todos tengamos algún punto de contacto en apenas ocho o nueve pasos. El resultado es una historia irregular, como la misma vida, que encuentra cimas siempre que un actor como Anthony Hopkins esté en escena y que, con cierta sorpresa, encuentra también simas en algún que otro episodio que parece dirigido con desgana aunque sin abandonar una madura sobriedad que, poco a poco, el director parece que va encontrando. Todo ello sin perder un aire de cierto cansancio dramático frente a la comedia de suaves movimientos que proponía Ophüls. Tal vez porque ya no hay sitio para ilusionarnos con una mirada, con un matiz imperceptible de sensualidad, con una conversación que hace que permanezcamos en el dulce engaño de creer que la felicidad es efímera pero, también, posible.

Así que dejen sus soledades en casa, apuren los tragos que la vida puede ofrecer porque siempre habrá una sombra de arrepentimiento que solo quedará disfrazada por la débil rutina del que no quiere pensar. No dejen que su soledad pase a formar parte de un compendio que no deja de girar para buscar el encaje perfecto a unos destinos que cambian constantemente a través de las decisiones que tomamos todos los días.

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