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Personas, personajes y personajillos…

El Prado, mi primer café escritorio-Félix Arbolí [colaboraciones].-

El Café del Prado era un espacioso local con mesas de mármol, sillas de madera y un largo sofá tapizado en rojo, frente a la puerta giratoria de su entrada. Estaba habitualmente ocupado por tres señoras muy gordas, de voluminosas “pechugas”, que sin tantos excesos adiposos hubiesen podido resultar hasta atractivas. Desde su estratégica posición controlaban la clientela.

Cuando advertían un posible pichón se enderezaban, alzaban sus caídas y voluminosas “teresas” y esperaban con ensayadas sonrisas que se acercara al nido. Había unas sillas frente a la mesa en las que se realizaba el “mercadeo” con esas tres “gracias”, que solo coincidían con las de Rubens en sus proporciones anatómicas. 

Yo me hallaba haciendo el servicio militar en el ministerio de Marina y a veces iba de uniforme y otras, cuando disponía de más tiempo libre, de paisano. El cambio de vestuario lo hacía en una pensión justo encima del citado café.  Las “ballenas”, al verme con tanta frecuencia, ya me saludaban y al desconocer mi nombre, pues yo no se lo dije, me llamaban “marinerito” cuando me pedían un cigarro o el mechero. Cosas peores me habrán llamado.

A veces escribía sobre ellas, soñando ver esos folios publicados, pero siempre acababan rotos y abandonados en la primera papelera que encontraba. Viéndolas y oyéndolas, me acordaba de un libro de relatos de Cela que acababa de leer. Era como si mi admirado autor e inolvidable amigo se hubiese inspirado en estas “marujonas” para escribirlo. Muy desesperado había que estar para acercarse a esas grotescas “matrioshkas” rusas, buscando un momentáneo e incomprensible placer.

Los que lo hacían o estaban escasos de fondos o tenían  una edad nada propicia para alardear de batallitas pasionales. Salían en unión de su “don Juan” y antes de la media hora reaparecía ella toda ufana y sofocada. Ignoro, aunque me lo figuro, cómo estaría su “tenorio”, que era más lógico interpretara el papel de Comendador en esa farsa amorosa.

ROCÍO

Iba a veces con un compañero de mili catalán, creo que se llamaba Abadal y nos hicimos grandes amigos mientras duró nuestra vida cuartelera. Terminada ésta, él se fue a su Barcelona y yo quedé en Madrid, sin volver a saber el uno del otro.

Me admiran los que conservan las amistades surgidas durante ese periodo y se reencuentran pasados los años con grandes abrazos, fuertes emociones y cargados de hijos y hasta nietos. No guardo ni fotos de aquella época.

Ambos participábamos de idéntica pasión literaria y continuas decepciones. Al ser clientes asiduos, nada más entrar al local, Juan, el viejo camarero, sin necesidad de preguntarnos, solicitaba los cafés y nos los servía con la rapidez que sus achacosos andares le permitían. Con la humeante infusión, traía la jarra de agua y los dos vasos. En aquellos tiempos del “cuplé”, no había mesa de café sin este complemento líquido. Actualmente hay que estar pendiente del camarero para que te traigan un simple vaso de agua.

En este café conocí a Rocío. No era su nombre, pero la he llamado así porque era como una gota de rocío mañanero en este local de rostros invernales”. 

Tendría unos catorce o quince años, rubia con largas trenzas y una cara angelical y preciosa. Siempre estaba acompañada de una pareja ya mayor, que luego supe eran sus padres y ella un tardío regalo del cielo.

Aparentaban un quiero y no puedo, sobre todo ella, empeñada en ocultar arrugas y patas de gallo a base de coloretes y otras chapuzas de entonces, ya que aún no estaban de actualidad las clínicas de cirugía estética. La chica se aburría al tener que permanecer en la silla, mientras sus acompañantes hablaban y se contaban asuntos que a ella no interesaban.

Viéndonos escribir y leer lo escrito, fijaba su atención en nosotros y cuando se cruzaban las miradas nos sonreía. Los padres, entregados a sus rollos macabeos, no prestaban atención a ese intercambio de gestos. 

CÓCTEL DE SAMUEL BRONSTON

Un día, sin informar sobre sus intenciones, se acercó hasta nuestra mesa y con la ingenuidad de una adolescente de entonces, ocupó una de las sillas y nos preguntó qué escribíamos, cómo nos llamábamos y quiénes éramos. Preguntas lógicas en una quinceañera de los años cincuenta, poco avezada a este tipo de encuentros. Sin dar importancia al hecho, conversamos de todo y de nada en especial y supimos que sus padres eran artistas y siempre la acompañaban en sus salidas.

Duró poco el acercamiento. Echada en falta, la llamaron y a juzgar por sus actitudes, no debieron ser muy condescendientes. Entonces el soldado o marinero no era bien considerado socialmente”. 
Algo que nunca llegué a entender pues bajo ese “disfraz” obligatorio, se ocultaban personas de toda condición social y cultural. Hasta en los chistes de prensa y películas de la época era frecuente presentar al soldado paseando y recibiendo el bocadillo de la “chacha” que iba con el cochecito del bebé, en un plan peyorativo y grotesco.

A  partir de ese día, no volvimos a ver a la chica rubia. La eché de menos pues era una simpática y bonita joven, que apuntaba a ser un despampanante “guayabazo”. Solo nos separaban cinco años, menos de los siete que le llevo a mi mujer. A sus padres sí me los encontré años después cuando asistí como periodista, a un cóctel que ofreció el productor de cine norteamericano Samuel Bronston, con motivo de finalizar su película “La caída del imperio romano”. Ellos vestían aún de figurantes.

Esta película la dirigió Anthony Mann, uno de los cuatro maridos de Sara Montiel, al que entrevisté años más tarde, cenando en el restaurante Valentín, en unión de sus dos hijas. Por lo que pude deducir durante mi charla, la relación entre nuestra recientemente desaparecida manchega y las hijas de su entonces marido, no era muy cordial. 

El Café del Prado, posteriormente convertido en tienda de antigüedades, se hallaba en la esquina de las calles León y Prado. Fue mi primer café escritorio en  mis inicios literarios madrileños. Cuando el concepto “cafetería” solo nos era conocido a través del cine americano y “Dólar” entre Alcalá y la Gran Vía, fue su primer ejemplo.




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