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Vivir sin amar o morir amando


Félix Arbolí [colaboraciones].-

La contemplaba a su lado y sentĂ­a enormes deseos de abrazarla, besarla, decirle lo mucho que la querĂ­a y la deseaba. De apretarla entre sus brazos fuertemente y sentir los latidos de su corazĂłn al unĂ­sono con los del suyo. QuerĂ­a gozar de nuevo el contacto con la desnudez de su piel mientras la besaba con pasiĂłn incontenible, y hasta salvaje, como siempre lo habĂ­a hecho en sus ya largos años de matrimonio. Le dominaba el impulso de amarla hasta sus más Ă­ntimas consecuencias. 

De sentirse dentro de ella y que el rito del amor no acabara jamás. Lo había intentado en algunas ocasiones, pero ella, con delicadeza y cariño, le hacía ver el problema que suponía para su padecimiento de corazón y el peso de los años. Y sus deseos y sus ansias de amar quedaban inéditos.

Cuando algunas tardes veían alguna película con escenas donde el amor, la pasión y el placer se juntaban, él sufría en silencio y recordaba los momentos en los que ellos vivían esas enloquecidas y apasionadas experiencias, sin atreverse a mirarla. Maldecía su edad, los riesgos de su delicado corazón y hasta las extremadas prevenciones de su mujer, que no le permitían ese deseado desahogo.

En ocasiones, durante las horas nocturnas de soledad, reflexionaba sobre sus lamentables circunstancias y la absurda y difĂ­cil lucha entre lo correcto y prudente y lo que le apetecĂ­a. Añoraba aquellos dĂ­as en los que tenĂ­a a su lado, ardiente y enamorada,  a la mujer que más amaba en su vida. Era muy difĂ­cil para Ă©l tener que acudir al recuerdo y sentir la nostalgia para revivir escenas que protagonizaron los momentos más deliciosamente fascinantes de toda su vida.

Hacía mucho tiempo, demasiado, que no había vuelto a sentir el contacto pasional con su mujer, aunque ocuparan una sola cama y no tuvieran objeciones para cambiarse de ropa o ponerse el pijama en la misma habitación. Para él era un duro sacrificio admirar ese cuerpo que tantos ratos de amor y placer le había ofrecido como un fruto prohibido.

ASCO Y MASCARADA 

A veces, se torturaba pensando que ella tambiĂ©n echarĂ­a de menos esos juegos amorosos  en los que se sentĂ­a feliz y satisfecha como mujer. Y este pensamiento le torturaba y hacĂ­a sentirse responsable y fatal por no poder ofrecerle lo que ella posiblemente necesitaba y deseaba.

La vejez es un asco y la vida una absurda mascarada. Nos mengua las aptitudes fĂ­sicas, pero nos conserva intactos los sentimientos y los deseos; la pasiĂłn y los recuerdos. Nos llena de impedimentos y advertencias amenazadoras, pero mantiene nuestras apetencias y la actividad cerebral para hacernos recapacitar y añorar lo que fuimos y en lo que nos hemos convertido. Nos hacen dudar y recelar ante lo que pueda pasar y no nos atrevemos a desoĂ­r sus consejos y hacer caso omiso a sus prevenciones por si acaso tienen  razĂłn.

Lo peor del caso es que el abismo se hace cada vez más profundo, la amargura más amarga (perdĂłn) y las oportunidades más escasas. No hay derecho a que al llegar a cierta edad hasta el “amar” estĂ© prohibido y contraindicado mĂ©dicamente.

Cualquier dĂ­a a ese pobre hombre le da la locura de saltarse todos los tabĂşes y consecuencias y se lanza a recuperar ese rato de pasiĂłn aunque ponga en peligro su propia vida. Porque una vida sin “amar”, no merece la pena. Hubo un rey que daba su reino por un caballo, el protagonista de nuestro relato pensĂł que era mejor arriesgar su vida por un momento de pasiĂłn, que vivir sin volver a sentir esa maravillosa sensaciĂłn.

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