Voces de Zululand: una historia entre la enseñanza y la vida (I)
Un profesor chiclanero nos cuenta en varios capítulos, sus experiencias dando clases en un instituto de Secundaria zulú en Sudáfrica.-
Aunque llevo casi veinte años fuera de España y mi acento se ha ido diluyendo con el tiempo, sigo sintiéndome profundamente chiclanero. Mis raíces están en esta tierra: la de los Salado por parte de padre y de los Niño Bueno por parte de madre. La historia de mi familia se entrelaza con la Calle Bailén, la antigua Carbonero, la zona de la Iglesia Mayor —todas ellas en El Lugar— y también con la antigua Panzacola, en La Banda.
He recorrido casi treinta países, y en ese camino he convivido con culturas, idiomas y paisajes muy distintos, pero Chiclana sigue siendo el lugar al que vuelvo para reencontrarme con mis orígenes y con una parte esencial de mí mismo. Por eso quiero compartir con vosotros esta experiencia que viví en Sudáfrica, una vivencia que me transformó como persona y como docente.
A través de la University of the West of England (Universidad del Oeste de Inglaterra) con la que hice mi postgrado en Educación, participé junto a un equipo de profesores de Secundaria, en una experiencia piloto del Proyecto Zulú, enseñando en un instituto de Secundaria en Zululand. Allí, entre desafíos y aprendizajes compartidos, descubrimos el valor de la educación en contextos donde nada se da por hecho.
Tuvimos el privilegio de trabajar
con unos alumnos luchadores y encantadores, cuya actitud y compromiso nos
inspiraron profundamente, así como con profesores zulúes que, con una vocación
admirable, enseñaban con lo mínimo, sin los recursos digitales de los que
disfrutamos en el mundo occidental. Este artículo sobre mi experiencia en
Sudáfrica es un homenaje a esas personas que me enseñaron tanto, y una
invitación a reflexionar sobre lo que tenemos, lo que valoramos y lo que aún
podemos mejorar como sociedad.
DESCUBRIENDO SUDÁFRICA: COLORES, CONTRASTES Y APRENDIZAJES
Al llegar a Sudáfrica, sentí de inmediato la calidez del país y de su gente. La primera imagen que se me vino a la mente fue positiva: los colores del paisaje y el ambiente vibrante, me recordaron al Mundial de 2010, aquel que ganó España y que dejó una huella imborrable en la memoria colectiva. Llegamos un viernes y pasamos el fin de semana en un Airbnb con piscina, el que sería nuestro único lujo durante todo el viaje.
Ese fin de semana llovió como nunca había visto en mi vida, incluso más que en la selva amazónica de Brasil: prácticamente 48 horas de lluvia ininterrumpida. El aburrimiento nos llevó a ignorar la tormenta y bañarnos en la piscina bajo el aguacero. Recuerdo con claridad la aparición de caracoles gigantes, de un tamaño descomunal, hasta tres veces más grandes que una cabrilla.
En esos primeros días, y en los que siguieron, descubrí que Sudáfrica es un bello país con gente extraordinaria, pero también de contrastes y de mucha necesidad. Me sorprendió la ausencia de transporte público urbano, lo que dificulta enormemente los desplazamientos diarios para trabajar y tiene un impacto directo en la economía.
En las localidades que visité no existían zonas comerciales abiertas con tiendas, cafeterías o restaurantes a pie de calle; para acceder a estos servicios era necesario desplazarse a centros comerciales cerrados, una realidad que comprendí más tarde como una consecuencia directa de la falta de seguridad.
VIVENCIA ENRIQUECEDORA
También me llamó la atención la inexistencia de un servicio postal tradicional, sustituido por el correo electrónico, probablemente por razones similares. Uno de los aspectos más chocantes fue encontrar un anuncio informal pegado en una papelera de basura, donde se ofrecían servicios de aborto de forma ilegal, gestionados por personas sin ninguna formación médica.
Más allá del riesgo evidente para la salud de las mujeres, el lugar donde se encontraba el cartel -un cubo de basura- invitaba a pensar en cómo, en ciertos contextos, la vida en gestación puede ser representada como algo desechable. No se trataba solo de una cuestión de seguridad o legalidad, sino también de lo que ese entorno parecía simbolizar: una falta de cuidado, de respeto y de protección hacia una decisión profundamente compleja.
En medio de estas primeras impresiones, comenzó nuestra labor docente. Lo que inicialmente era una práctica voluntaria, se transformó en una vivencia profundamente enriquecedora que nos marcó tanto a nivel profesional como humano.
QHAKAZA: ENTRE AULAS LLENAS Y VIDAS QUE ENSEÑAN
Qhakaza High School, la escuela donde pasamos dos semanas inolvidables y profundamente enriquecedoras, se encuentra en el township (municipio) de Kwadlangezwa, en la provincia de KwaZulu-Natal, a unos 150 kilómetros al este de Durban. Desde el primer momento, tanto el personal como el alumnado nos recibieron con los brazos abiertos.
Contamos además con el acompañamiento constante de nuestros mentores, quienes compartieron generosamente sus experiencias y nos guiaron con sabiduría a través del currículo nacional sudafricano. Impartimos clases a estudiantes de décimo a duodécimo grado, entre quince y diecisiete horas semanales.
Qhakaza es una escuela mixta que acoge a unos 1.050 estudiantes. Cada aula reunía entre cincuenta y cinco y sesenta y cinco alumnos con niveles de habilidad diversos. Las instalaciones, aunque modestas, están organizadas con eficiencia: un edificio de dos plantas rodea un patio central que funciona como espacio de encuentro y recreación, mientras que las aulas, equipadas con pupitres sencillos y sin escritorio para el profesorado, reflejan un entorno de enseñanza funcional y resiliente.
CORTES DE LUZ PROGRAMADOS
El día a día escolar estaba condicionado por cortes de electricidad programados, que se producían durante dos horas por la mañana y otras dos por la noche. El apagón de la mañana afectaba directamente al colegio, especialmente en lo relacionado con el acceso al agua potable, ya que sin electricidad no funcionaban ni las fuentes ni los servicios, lo que comprometía la higiene y el bienestar del alumnado.
Incluso las cocineras debían adaptar sus horarios para preparar los almuerzos antes de que se interrumpiera el suministro eléctrico, asegurando que nadie se quedara sin comida. En los días de calor, algunos estudiantes acudían a la sala de profesores en busca de agua, y muchos docentes, conscientes de esta necesidad, llevábamos botellas de cinco litros compradas de nuestro propio bolsillo para compartir con ellos.
Más allá de su función educativa, la escuela desempeñaba un papel social fundamental: Qhakaza ofrecía almuerzos diarios a todo el alumnado y apoyaba a estudiantes con VIH en el seguimiento de su medicación.
En medio de estas limitaciones materiales, hubo aspectos del entorno educativo que nos sorprendieron positivamente. Uno de ellos fue la forma en que los estudiantes se dirigían a sus docentes, utilizando expresiones como señor, señora o señorita. Esta muestra de respeto no era un caso aislado: también la observamos durante nuestra visita a la Universidad de Zululand, donde los estudiantes trataban a sus profesores con respeto y formalidad.
APRENDER TANTO COMO ENSEÑAR
Este contraste fue especialmente llamativo si lo comparamos con España, donde los alumnos comienzan a dirigirse a sus profesores por su nombre de pila ya en secundaria. En el Reino Unido, esta familiaridad solo se da a partir de la universidad, mientras que en la educación secundaria se mantiene el uso de formal de Señor o Señora.
En este contexto, nuestra labor como docentes en prácticas adquirió un significado aún más profundo. A pesar de las limitaciones materiales, el equipo docente confió en nuestra experiencia lingüística para seguir el currículo, lo que nos permitió implementar distintos enfoques didácticos: andamiaje, fragmentación de contenidos, juegos, actividades de brechas de información, trabajo en pareja y en grupo, con el objetivo de hacer el aprendizaje más significativo y dinámico.
También introdujimos nuevas estrategias de evaluación individual, que fueron bien recibidas por docentes y estudiantes. Pero lo más valioso fue el intercambio mutuo: aprendimos tanto como enseñamos. El proyecto no se trataba de aplicar un modelo externo, sino de dialogar entre culturas educativas, de escuchar y observar, de compartir lo que sabíamos y de incorporar lo que descubríamos.
Esta experiencia nos recordó que enseñar no es solo transmitir conocimientos, sino también aprender a adaptarse, a observar con humildad y a construir puentes entre culturas. En contextos donde los recursos escasean, la creatividad y la empatía se vuelven herramientas esenciales. Y es precisamente en esos espacios, donde la enseñanza se convierte en un acto profundamente humano, donde más se aprende.
MANUEL SALADO PIÑERO
(CONTINUARÁ)
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