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Y entonces se nos apareció el macho cabrío

José Antonio Sanduvete [colaborador]

Habíamos de reunirnos a medianoche y, sin embargo, dos horas antes aquel claro en el bosque se encontraba ya a rebosar de los personajes más diversos. Brujos, trasgos, duendes, sátiros, seres de barba alargada y ojos profundos en los que navegar en un mar de experiencia y sabiduría, ángeles caídos y espíritus malditos que adoptan forma humana para pasar desapercibidos, plañideras enlutadas que se convertirían en bacantes tras tomar un par de sorbos de la poción que llevábamos toda la tarde preparando con el mayor de los esmeros.


Me aproximé al centro de la reunión y alcé con parsimonia los brazos. Todos callaron. Los rayos de luna que a duras penas conseguían atravesar el espeso ramaje que rodeaba el claro me permitieron atisbar entre los presentes rostros conocidos, seres tan orgullosos de su naturaleza que juegan con placer a mantenerla en secreto durante generaciones, cambiando de personalidad y codeándose con la gente vulgar sin ser objeto de sospecha o suspicacia alguna.

¡Qué divertido jugar con los humanos haciéndoles creer que somos como ellos, que no existimos, que somos leyendas por ellos inventadas! Nunca, encerrados en su orgullo, aceptarán que llevamos milenios disfrutando a su costa, moviendo los hilos de sus sociedades, haciéndoles creer lo que nos apetece, enviando mensajes contradictorios para confundirles y dar pie a sus disparatadas teorías.

La medianoche estaba a punto de llegar, y entonces el diablo todopoderoso nos mostraría, una vez más, el camino hacia los muertos, esos sabios que nunca mienten, que nunca se contradicen, esos cuyo mensaje es alimento para el cuerpo y energía para la mente.

Tomé del brevaje en último lugar. Siempre preferí hablar con los muertos, ellos me enseñan a reírme de la estupidez de los vivos. Comenzaron las voces, aquella verdad tantas veces repetida y sólo comprendida por los verdaderamente iniciados. Y entonces se nos apareció el macho cabrío, y todos se arrodillaron, y yo le miré a los ojos y me sentí como se sentiría el más superior de entre los seres superiores.

El mundo y sus habitantes habían dejado de tener importancia. ¿Para qué preocuparse por los que nunca entenderían?

Podía, ahora sí, comenzar el akelarre...



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