Los del centro

"Lo peor es el abuelo. ¿CĂłmo se lo decimos? Le va a destrozar".
Finalmente fue mi hermano Mauro quien se sentĂł a solas con Ă©l y, despuĂ©s de una conversaciĂłn llena de circunloquios y eufemismos, hizo partĂcipe al abuelo, que habĂa sido más que un padre para nosotros, de la muerte de su querido amigo Pablo, aquel con el que tantos sueños habĂa compartido desde su juventud, aquel que tantas veces nos habĂa visitado y con el que, de niños, tantas veces nos habĂamos reĂdo.
Y sin embargo no llorĂł. Ni siquiera pareciĂł apenarse. Ni al recibir la noticia, ni en el velatorio, ni en el posterior entierro. De hecho, hubiera jurado verle sonreĂr.
Fue a partir de esa impresiĂłn cuando empecĂ© a fijarme. Durante los meses siguientes el abuelo fue espectador de los ritos funerarios de tres amigos que, ancianos como Ă©l, decĂan adiĂłs a la vida. Su actitud era tal que lleguĂ© a pensar que se sentĂa feliz, que se alegraba de la muerte de sus compañeros, cada muerte parecĂa llenarle de energĂa y hacerle rejuvenecer.
CreĂ comprenderlo poco tiempo despuĂ©s. Cada muerte era, en efecto, un triunfo para Ă©l. Una muestra de superviviencia que se acrecentaba con la derrota de los demás. Toda una vida de experiencias compartidas, de influencia mutua, y los Ăşltimos dĂas, o meses o años serĂan para Ă©l, no para los que se habĂan ido. HabrĂa que reprocharles, de hecho, semejante abandono.
Me preguntĂ© si tambiĂ©n habĂa sonreĂdo cuando muriĂł la abuela. Yo habĂa sido testigo de las honras fĂşnebres, y lamentĂ© no haberme fijado mejor.
No fue sino meses más tarde, despuĂ©s de la recaĂda del viejo, que afortunadamente quedĂł en un susto, cuando decidĂ que tenĂa que matar a todos sus conocidos. Asesinarlos y hacer que todo pareciera un accidente. La felicidad del abuelo, su bienestar y su salud, eran lo más importante para mĂ.
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