El hombre

- ¿Por quĂ© no te gusta este sitio? -le dijo un peregrino a otro. - Llevamos años caminando por el desierto sin saber adĂłnde nos dirigimos. FĂjate, mira a tu alrededor. AquĂ no hay arena que nos golpee el rostro arrojada por el viento, ni piedras que nos destrocen las sandalias, ni ese sol abrasador que nos quemaba la piel. AquĂ no hay moscas, ni escorpiones, mira, tĂşmbate a la sombra de este árbol y regocĂjate con su frescor. ¿Acaso no oyes el rumor del rĂo? Está aquĂ al lado y sus tranquilas aguas se dirigen a aquel prado. Creo -susurrĂł entre lágrimas- que esto es lo que tanto hemos buscado.
- Quédate si quieres -contestó el segundo peregrino. - Yo tomaré unos sorbos de agua y seguiré mi camino.

- Al mismo lugar al que llevo toda la vida dirigiĂ©ndome. A ninguna parte. Soy un alma errante, ¿comprendes? Este mundo no es para mĂ. Prefiero dejar atrás este oasis y solazarme con su grato recuerdo. Si me quedara, ¡quĂ© pronto dejarĂa de admirarlo, de gozarlo, quĂ© pronto se convertirĂa en una prisiĂłn más dura que el desierto que acabamos de atravesar!
- No te entiendo. ¿Por quĂ© no disfrutas este momento?
- Es lo que hago, precisamente. Nada es eterno, lo sé, yo mismo no soy eterno, la mejor manera de disfrutar cada momento es aprender a abandonarlo y recibir el momento siguiente.
El segundo peregrino se arrodillĂł a la orilla del rĂo, tomĂł un sorbo de agua, se lavĂł el rostro y continuĂł su camino. Pronto se perdiĂł en el horizonte. Allá, al fondo, una negra nube amenazaba tormenta.
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