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EL ORGULLO EN EL SILENCIO (The artist)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Cuando las luces de neón se apagan y los nombres comienzan a ser un recuerdo olvidado, hace su aparición el fantasma del fracaso. Sólo el nombre de ese espectro inspira el pavor del anonimato, el terror de la indiferencia y la condena eterna de la mediocridad sumida en un silencio que está pero que no se siente. Y el peor de los castigos es darse cuenta de que se es uno más en medio de la multitud compadecida.



El oropel del lujo, del éxito y de la fama es tan fugaz que apenas da tiempo para saborearlo. La línea que separa el todo de la nada es tan fina que el oro se confunde con el barro. La niebla se apodera del corazón y no se puede distinguir lo verdadero de lo fingido. Somos actores de la vida. Somos personas del cine.

En el silencio del blanco y negro, hacemos visitas a Cantando bajo la lluvia, de Gene Kelly y Stanley Donen; a la maravillosa El retrato de Dorian Gray, de Albert Lewin; a La marca del Zorro, de Fred Niblo; a Ha nacido una estrella, de William Wellman; a la historia que acabó con la carrera de John Gilbert, el galán mudo de Greta Garbo; a los suelos encerados y los pies con alas de Fred Astaire y Ginger Rogers; a las locas carreras de los Keystone Cops; al traspaso de un traje de etiqueta de mano en mano de Seis destinos, de Julien Duvivier; o a un homenaje clarísimo y acertado al estilo y maneras de Alfred Hitchcock. Tal vez porque el cine llegó a ser arte porque hubo unos cuantos que se encargaron de servir al público algo más que un simple vehículo de diversión cegado por las luces de los focos. Y es que Hollywood fue una fábrica de sueños que, primero, aprendió a expresarse y, más tarde, supo hablar.

Más allá del argumento folletinesco que no se oye pero que está acompañado de una música tan excepcional que llega a poblarse con las notas del gran Bernard Herrman, estamos ante una película valiente, de grandes ideas visuales, tan innovadoras como las de Murnau, tan exageradas como las propias de los actores del cine silente, que ponían tanto entusiasmo como error en sus interpretaciones y que se vendían como un producto atrayente a unas masas que oscilaban entre la opulencia y la sombra de un fracaso que se niega a seguir proyectándose a su paso. Hollywood encumbró a tantos como dejó caer. Quizás porque la fábrica de sueños, el Camelot de la fantasía, no sabía vivir bajo el objetivo durísimo de una realidad que, hoy, se nos vuelve a presentar con disfraces demasiado sofisticados.

Michel Hazanavicius no duda en sabotear la historia del cine para que el guión cuadre con sus deseos y dirige con cierta maestría a Jean Dujardin, a Berenice Bejo, a ese productor listo y manipulable encarnado por John Goodman y a ese mayordomo y chófer, fiel confidente de secretos al oído al que da vida James Cromwell. En todo caso, aún con sus defectos, Hazanavicius se sobrepone a ellos con una dirección ágil, encuadrada en todo momento en los simples parámetros que imperaban en la época del cine mudo, con ideas visuales sorprendentes y con ideas de guión excepcionales utilizando los mismos recursos que aquellos pioneros que enseñaron al mundo a soñar.
La mímica es el lenguaje, los ojos son las bocas, las manos son las lenguas desatadas y el brillo de los estrenos se refleja en los vestidos de lentejuelas y en los impecables fracs que destacaban el blanco sobre el negro en una era de locura y de evasión. La dirección de arte es excepcional, la ambientación es un puro cuidado y el público, ese gran actor del silencio, no pudo evitar romper en tímidos aplausos al terminar la proyección. El fracaso, en esta ocasión, tuvo un éxito. El orgullo, tan salvador como implacable, comenzó a hablar para espantar al silencio. Y las letras de este artículo, como los rótulos del cine mudo, ya empiezan a sobrar.

César Bardés

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