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Al salir del cine: EJERCICIO DE PIERNAS (Séptimo)

César Bardés [colaborador].-

Un juego inocente que sirve para aumentar complicidades porque, al fin y al cabo, la madre lo prohíbe y el padre lo fomenta. La vieja historia de siempre. Un matrimonio que tiró la estabilidad por el hueco de la escalera y que ahora busca un rumbo nuevo de forma diferente y que tratan de ganarse a los hijos a base de permitir lo que otro veda. Mármol frío que se calienta con pasos hacia ninguna parte. Rencores de silencio que se sitúan en la misma puerta de un vecino llamado maldad.

La mirada hacia arriba, buscando respuestas cuando se arrebata lo más querido. Paseos interminables haciendo un ejercicio de piernas considerable mientras se desgastan las suelas con los escalones de la desesperación. Cerraduras quietas que se niegan a abrir sus ojos para dar ninguna explicación. La sospecha que pasa de uno a otro porque todos, de alguna manera, tienen algo que esconder. Sobre todo quien busca porque los enemigos crecen a golpe de llamada de móvil. Todo es una cuestión mucho más simple, mucho más cruel, mucho más antigua.

Patxi Amezcua es el responsable de haber construido un edificio de cimientos bien sólidos que han tenido que soportar muros de adobe vacilante. No vale tener solo sentido del ritmo para hacer que se olviden flecos y se dejen preguntas sin contestar. Tampoco vale tener a un gran actor como Ricardo Darín para llevar todo el peso de una trama que promete y que, sin embargo, cae por algunos vacíos incomprensibles que llegan a ser demasiado evidentes en alguna ocasión. Hay que trabajar el guión antes de ponerse detrás de las cámaras y contar una historia que pide a gritos la exactitud de un mecanismo de relojería porque solo así se llega a pisar los siempre difíciles terrenos de la calidad.



Roque Baños pone clima con una música templada y torcida, llena de clase y hay una fotografía que retrata a Buenos Aires desde las alturas con interés y cariño. Gran urbe de grandes secretos, que delata sinfonías de ruido, de charlas interminables, de luces que ponen sangre a sus venas y de enormes arterias de ríos grises como reflejos de un cielo que pone calor y plomo sobre los tejados. Por lo demás, se echa de menos a una actriz que ponga mapa al sufrimiento de una madre y que no lleve la tortura fingida en la cara de Belén Rueda, descolocada todo el tiempo y evidente hasta la decepción.

Y es que se siente el sudor goteando por la camisa cansada de ese abogado que nada en el agobio que él mismo se ha buscado porque no supo ganar el proceso de la felicidad. Su trabajo le sitia y le provoca la angustia suficiente como para convertir su vida en un sentido único hacia el ahogo. Tal vez porque en su casa no encontró nada que le hiciera desear permanecer en medio del cariño. Tal vez porque, en el fondo, los perdedores también llevan traje y corbata.

Absurdos contenidos y provocados por la precipitación, espacios vacíos rellenados con carreras desaforadas, buscando respuestas por los rincones de una casa que es un laberinto de almas perdidas, que no saben salir de una despreciable mediocridad. Sospechas de viejas rencillas, certezas de nuevas peleas que también ejercen su influencia. Todo un rompecabezas que hubiera merecido algo más de coherencia y algo menos de prisa. Quizá porque el ascensor es un viejo armatoste de encanto probado y parada garantizada entre pisos. Todas las puertas, a pesar de ser de madera, son rejas a prueba de intrusión. Y a veces los pequeños detalles son los que más traicionan. Como un móvil sin batería que, de repente, sí la tiene. O un personaje que va y viene y luego desaparece sin más explicaciones. Da lo mismo. Lo importante es que la serenidad vuelva a encajar en un lugar que nunca debió de faltar. 

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