Adoremos al líder
José Antonio Sanduvete [colaborador].-
Cuando los rebeldes entraron en los suntuosos aposentos del palacio del líder no se encontraron con aquella figura altiva, imponente y poderosa que mostraban los omnipresentes carteles y la propaganda televisiva; ni con aquel orador excelso y refinado que llenaba la programación de las cadenas de radio y los estadios de fútbol con sus memorables discursos; tampoco con aquel ser sobrehumano de mente brillante y ánimo inquebrantable que había sido capaz, con su política de control mental y con una férrea vigilancia sobre la población, de mantener durante décadas un imperio fundamentado en el temor a la disensión y en la obediencia ciega a una doctrina que se había convertido en verdad universal.
Lo que encontraron los rebeldes, por el contrario, fue la lastimera imagen de un anciano débil e inofensivo que suplicaba que le liberasen del suplicio de ser considerado el líder.
Le preguntaron cómo había conseguido, con tan poco, dominar un imperio; él contestó que nunca había querido dominar nada. Le preguntaron por los discursos, por las imágenes grandiosas, por las muestras de fuerza, por la policía secreta y el control de los insurgentes; el anciano, por toda respuesta, resopló resignado, confesó no saber nada de todo eso, aseguró que él no era más que un títere y se echó a llorar.
Alguien le había engañado, le había llevado a aquel palacio, le había encerrado en una jaula de oro y había utilizado su imagen y su pasado para dar vida a un líder carismático digno de adoración y que reclamaba obediencia ciega.
Le preguntaron, pues, quién era el verdadero culpable; él respondió que los culpables eran todos y cada uno de aquellos que se habían dejado asombrar por fuegos de artificio, que habían creído a pies juntillas discursos vacíos y mensajes periodísticos tergiversados, que se habían negado, por comodidad o por miedo, a cuestionar ninguno de los planteamientos que una marioneta había puesto ante ellos. El resto no era más que una farsa, un mecanismo impersonal, un sistema que todos alimentaban con el miedo y la inacción. Y él, tan débil como el que más, bien pronto se había dado cuenta de que lo que la sociedad había hecho de él era tan grande que apenas podría salir a la calle, que recular era imposible, que era el dueño de un mundo no por voluntad propia, sino por la voluntad de los otros de ser sometidos.
Los rebeldes comprendieron y debatieron qué hacer. Podían acabar con el líder sin contar la verdad sobre su debilidad, pues eso les convertiría en héroes ante el pueblo; también podían mostrarlo tal y como era, y prevenir al pueblo sobre su propia debilidad.
Alguien, entonces, comentó la posibilidad de tomar la figura del líder y usarlo en su propio beneficio, en convertirse de rebeldes en ostentadores del poder en la sombra. Todos asintieron ante esta propuesta.
El anciano líder suspiró. Cambiarían los engranajes, pero él seguiría siendo un títere. Él, y el pueblo, manejado ahora por diferentes titiriteros pero con hilos similares.
Que empezara, pues, la farsa guiñolesca.
Cuando los rebeldes entraron en los suntuosos aposentos del palacio del líder no se encontraron con aquella figura altiva, imponente y poderosa que mostraban los omnipresentes carteles y la propaganda televisiva; ni con aquel orador excelso y refinado que llenaba la programación de las cadenas de radio y los estadios de fútbol con sus memorables discursos; tampoco con aquel ser sobrehumano de mente brillante y ánimo inquebrantable que había sido capaz, con su política de control mental y con una férrea vigilancia sobre la población, de mantener durante décadas un imperio fundamentado en el temor a la disensión y en la obediencia ciega a una doctrina que se había convertido en verdad universal.
Lo que encontraron los rebeldes, por el contrario, fue la lastimera imagen de un anciano débil e inofensivo que suplicaba que le liberasen del suplicio de ser considerado el líder.
Le preguntaron cómo había conseguido, con tan poco, dominar un imperio; él contestó que nunca había querido dominar nada. Le preguntaron por los discursos, por las imágenes grandiosas, por las muestras de fuerza, por la policía secreta y el control de los insurgentes; el anciano, por toda respuesta, resopló resignado, confesó no saber nada de todo eso, aseguró que él no era más que un títere y se echó a llorar.
Alguien le había engañado, le había llevado a aquel palacio, le había encerrado en una jaula de oro y había utilizado su imagen y su pasado para dar vida a un líder carismático digno de adoración y que reclamaba obediencia ciega.
Le preguntaron, pues, quién era el verdadero culpable; él respondió que los culpables eran todos y cada uno de aquellos que se habían dejado asombrar por fuegos de artificio, que habían creído a pies juntillas discursos vacíos y mensajes periodísticos tergiversados, que se habían negado, por comodidad o por miedo, a cuestionar ninguno de los planteamientos que una marioneta había puesto ante ellos. El resto no era más que una farsa, un mecanismo impersonal, un sistema que todos alimentaban con el miedo y la inacción. Y él, tan débil como el que más, bien pronto se había dado cuenta de que lo que la sociedad había hecho de él era tan grande que apenas podría salir a la calle, que recular era imposible, que era el dueño de un mundo no por voluntad propia, sino por la voluntad de los otros de ser sometidos.
Los rebeldes comprendieron y debatieron qué hacer. Podían acabar con el líder sin contar la verdad sobre su debilidad, pues eso les convertiría en héroes ante el pueblo; también podían mostrarlo tal y como era, y prevenir al pueblo sobre su propia debilidad.
Alguien, entonces, comentó la posibilidad de tomar la figura del líder y usarlo en su propio beneficio, en convertirse de rebeldes en ostentadores del poder en la sombra. Todos asintieron ante esta propuesta.
El anciano líder suspiró. Cambiarían los engranajes, pero él seguiría siendo un títere. Él, y el pueblo, manejado ahora por diferentes titiriteros pero con hilos similares.
Que empezara, pues, la farsa guiñolesca.
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