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Al salir del cine: MEMORIAS DEL EXCESO (El gran Gatsby)

César Bardés [colaborador].-

El amor es esa excusa escondida que se resiste a salir a la luz para no desvelar la debilidad, es ese motor que pone en movimiento todas las motivaciones y se encarga de poner esperanza en todos los sueños, es el exceso que la misma vida regala para poner el acento en la memoria y volver al último beso, a la última pasión y a la última oportunidad. El amor es el pasado que se resiste a volver y que, sin embargo, quiere ser repetido una y otra vez y, también, es la contracorriente que se empeña en alejarnos de una luz que se antoja más lejana y más invisible, como oculta en la niebla, como difusa en la visión.

Y así la vida se llena de excesos, enormes fiestas para demostrar que la atracción está en el disfrute que se halla extraviado, maravillosas mentiras que idealizan una vida que nunca existió, sonrisas amplias que delatan la opulencia de la desgracia. La burla del destino es, de nuevo, el enemigo y solo la verdad podrá abrirse paso entre las burbujas del champagne, la música histérica y los vestidos brillantes y efímeros.

Tal y como es la historia, así es como dirige Baz Luhrmann, con algunas ideas interesantes en el plano visual pero tendente siempre al mismo exceso que intenta retratar. Sustituye sin vergüenza alguna a los años del jazz por los momentos del rap, adultera a Gershwin para poner melodía de fondo a unos fuegos artificiales que mueren detrás del rostro de Leonardo di Caprio, coloca a los personajes en un plano grotesco, como marionetas de la fortuna, cuando debería haber realismo y algunas dosis de inteligencia. El lujo no es suficiente para desvelar la intriga de un personaje fascinante que nace de la pluma de Francis Scott Fitzgerald y, desde luego, Tobey Maguire se encuentra muy lejos de ser el trasunto del gran escritor.


Y uno de los errores más fundamentales consiste en acertar con la elección de Carey Mulligan para dar vida a la atormentada Daisy Buchanan y no querer ahondar en sus motivaciones ni en sus lágrimas y es presentada como una niña caprichosa que cambia de opinión a los dictados de su marido, el también excesivo Joel Edgerton. No se puede explicar a Gatsby, el hombre conquistador y misterioso que exige cuentas al pasado para vivir el gran amor que tiene pendiente, sin explicar también al objeto de sus deseos, a la mujer que ocupa todos sus pensamientos, al horizonte que perfila sus amaneceres a pesar de la evidente oscuridad que le rodea. Sin embargo, Luhrmann, autor también del guión, se empeña en explicar al marido, un personaje que, siendo fundamental, ocupa siempre un segundo plano. El resultado es una película superficial, muy desequilibrada, con largas secuencias combinadas con un montaje nervioso que no deja disfrutar del instante del lujo que resulta uno de los principales atractivos de una historia que debe y tiene que caminar entre el dinero. Ser trepidante no quiere decir que haya que ser necesariamente rápido y conducir un coche de primera extra no puede ser una exhibición de efectos visuales mientras se está dando una de las claves del argumento que gira en torno a la mentira, igual que ésta película.

Así pues prepárense para apurar sus copas mientras el charleston huye despavorido a los sones de mucha música moderna, mientras el vestuario comete el tremendo error de poner pantalones de pitillo en una época en la que las pinzas y la pernera ancha era lo habitual. Modernidades que pasan por ser tan innecesarias como signos evidentes de querer subrayar el exceso. Y la historia no debe estar nunca al servicio de esas obsesiones estéticas sino a la inversa. No es una lección demasiado difícil aunque, quizá, sea algo complicado de asimilar entre tanto ruido, tanto corte, tanta marioneta y un montón de razones para salir decepcionado tras la enésima versión de esta historia que se queda en nada.

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