Voces de Zululand: una historia entre la enseñanza y la vida (III)
Experiencias de un profesor chiclanero en un instituto de Secundaria zulú en Sudáfrica. Viviendas entre contrastes y medidas extremas de seguridad
En la zona donde vivíamos, con mezcla de población zulú y blanca, las diferencias entre viviendas eran notables. En Sudáfrica, la criminalidad es un problema estructural, y eso se refleja en la arquitectura. Las familias más pudientes contaban con tres líneas de defensa: una muralla alta con alambre de concertina, una segunda línea electrificada (incluido el portón), y una alarma conectada a una empresa de seguridad privada.
La familia con la que vivíamos tenía precisamente este tipo de protección. Aunque la zona era relativamente tranquila, nos impusieron normas de seguridad muy claras. Solo podíamos ir andando a un pequeño centro comercial a unos diez minutos, cruzando una carretera de doble vía donde los semáforos no siempre funcionaban. A mi compañera de proyecto solo se le permitía ir si iba acompañada de mí o de un hombre.
A mí me dejaban ir solo, pero con la condición de regresar antes de que anocheciera. Más allá de ese centro comercial, se nos había prohibido expresamente movernos a pie. Cuando salíamos en coche, había otra norma inquebrantable: debíamos mantener siempre las ventanas cerradas, desde que salíamos de casa hasta que regresábamos. Era una medida preventiva que reflejaba la constante sensación de vulnerabilidad, incluso en trayectos breves.
SENSACIÓN DE INSEGURIDAD
En cuanto al alojamiento, mi compañera dormía dentro de la casa con la familia. El miedo a la inseguridad era tal que, incluso en noches de calor sofocante, se cerraban todas las ventanas, tanto por precaución como para evitar que entraran serpientes buscando refugio. Mi situación era distinta: por una cuestión de género, dormía en una habitación en el garaje.
El olor a gasolina era constante, y la única ventana no tenía rejas, por lo que podía abrirse fácilmente desde fuera. Aunque me aseguraron que nunca había habido incidentes en la casa, no dejaba de preguntarme: si es tan seguro, ¿por qué tantas medidas de protección mientras que mi habitación parecía tan vulnerable?
A pesar de todo, rara vez me sentí
realmente alarmado. Salvo aquella noche en la que se escucharon disparos
durante una manifestación de trabajadores del ferrocarril, la sensación de
inseguridad era más una presencia constante en el fondo de la mente que una
amenaza inmediata. A esto se sumaban los cortes de electricidad diarios, que
obligaban a reorganizar la vida cotidiana.
CORTES DE LUZ QUE MARCAN LA VIDA DIARIA
Las familias se adaptaban cocinando antes del apagón, preparando la comida con antelación y cenando temprano. Se mantenían linternas y luces recargables a mano, y era habitual encerrarse en casa cuando caía la noche sin electricidad, por precaución. Esta situación ha llevado a muchas familias a mudarse a barrios fortificados, rodeados por muros electrificados, con generadores propios y patrullas de seguridad privada armada.
Incluso en el ámbito educativo, estas interrupciones tenían un impacto directo. Recuerdo una noche en particular en la que me vi obligado a corregir exámenes con la luz de una linterna, buscando el mejor ángulo para iluminar las hojas sin que la batería se agotara. Aquella escena, que podría parecer anecdótica, reflejaba las condiciones en las que se trabaja y se enseña en muchos centros del país: con recursos limitados, pero con una voluntad inquebrantable de seguir adelante.
Estas experiencias invitan a una
reflexión más amplia sobre cómo las condiciones materiales influyen en la vida
cotidiana. La electricidad, que en muchos lugares se da por sentada, se
convierte en un recurso estratégico que condiciona rutinas, decisiones
familiares y hasta la configuración urbana. Comprender estas realidades nos
ayuda a valorar más profundamente la estabilidad de los servicios básicos y a
pensar en cómo podríamos prepararnos mejor ante posibles interrupciones.
COMPARACIÓN DEL SISTEMA EDUCATIVO SUDAFRICANO Y ESPAÑOL
El sistema educativo sudafricano es tan diverso como su población, con once idiomas oficiales y una estructura marcada por su historia reciente. En muchas escuelas de comunidades zulúes, como el instituto Qhakaza, el inglés se enseña como segundo idioma, mientras que el zulú es la lengua principal de instrucción en los primeros años. Incluso en secundaria, el inglés sigue tratándose como segunda lengua, aunque con un enfoque más avanzado ya que se usa en varias asignaturas.
Dado que muchos estudiantes utilizan el inglés en su vida diaria, pero presentan dificultades gramaticales, la enseñanza se centra en reforzar esas áreas específicas del idioma. El sistema se divide en educación básica (grados R a 9) y secundaria (grados 10 a 12), culminando con el examen nacional conocido como Matric.
Uno de los mayores retos sigue
siendo el legado del apartheid (segregación racial), que dejó profundas
desigualdades en el acceso a una educación de calidad. A pesar de las reformas
implantadas desde 1994 -como la educación inclusiva y currículos más
equitativos- muchas escuelas rurales y periurbanas aún enfrentan carencias
estructurales, falta de recursos y aulas sobrepobladas.
MASIFICACIÓN DE LAS AULAS
Desde mi experiencia como docente británico, nacido en España y formado tanto en España como en Reino Unido, he podido observar de cerca estas diferencias. En España como en Reino Unido, por ejemplo, el número de alumnos por aula rara vez supera los 30, mientras que en Qhakaza he trabajado con grupos de hasta 65 estudiantes.
Además, los recursos tecnológicos y materiales en Sudáfrica eran muy limitados, lo que obligaba al profesorado a desplegar una enorme creatividad y resiliencia para sacar adelante sus clases. No obstante, también encontré similitudes que trascienden fronteras: el compromiso del profesorado, el deseo de superación del alumnado y la importancia de la comunidad escolar como motor de cambio, son valores compartidos que dan esperanza, incluso en contextos muy distintos.
CONVERSACIONES QUE DEJAN HUELLA
Durante mi tiempo en el instituto Qhakaza, algunas de las conversaciones más impactantes no ocurrieron en el aula, sino en los pasillos, en la sala de profesores o durante los trayectos compartidos. Fueron charlas con docentes locales que, a pesar de haber vivido tragedias personales difíciles de imaginar, irradiaban una vitalidad y una actitud positiva que me dejaron sin palabras.
Una de ellas, ya cercana a la jubilación, me contó que había perdido a su hijo en un accidente de tráfico no hacía mucho. Desde entonces, se hacía cargo de sus nietos con un sueldo muy modesto. Sin embargo, nunca la vi quejarse ni hablar del suceso con pesar. Su fortaleza y su fe cristiana parecían sostenerla con una serenidad admirable.
Otra profesora me confesó que su hermano había sido asesinado recientemente en un ataque con arma blanca. Lo mataron a sangre fría. Aun así, ella seguía enseñando con una sonrisa, con una energía que desafiaba cualquier lógica. Pero la historia que más me marcó fue la de una tercera profesora, hija de la familia que me hospedaba. Su marido trabajaba en un cargo importante del gobierno regional. Un hombre íntegro, que se negó a participar en un caso de corrupción.
EJEMPLOS DE RESISTENCIA, DIGNIDAD Y COMPROMISO
Las presiones aumentaron hasta que decidió dejar el puesto por seguridad. Pensó que estaba a salvo. Pero un día, mientras conducía, lo interceptaron y lo acribillaron a balazos. No le robaron nada. Solo querían silenciarlo. Ella quedó sola, con una hija pequeña, y vivió más de un año con miedo a que también fueran a por ella. A pesar del trauma evidente, se mantenía firme, positiva, y seguía adelante por su hija. Como en los otros casos, su fe profunda parecía ser su ancla.
Estas mujeres no solo eran profesoras. Eran ejemplos vivos de resistencia, dignidad y compromiso. Escucharlas me hizo replantearme muchas cosas. En un entorno donde la vida puede cambiar en un instante, ellas seguían enseñando, cuidando, y sonriendo. Y eso, sin duda, también fue parte de mi aprendizaje.
MANUEL SALADO PIÑERO
(CONTINUARÁ)










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